Daniel Saldaña

En Escritor Fantasma sabemos que Daniel Saldaña París ensaya una coreografía mínima cuando escribe. El novelista y poeta mexicano redacta más a mano desde que le diagnosticaron artritis reumatoide, una enfermedad crónica que afecta las articulaciones, y observa: cómo se dobla sobre el cuaderno, la presión con la que aprieta la pluma, cuánto duele. Danza y dolor, dice, tienen en común la pérdida del control sobre el cuerpo. En su último libro, El baile y el incendio, que fue finalista del Premio Herralde de Novela, el escritor narra el reencuentro de tres amigos en una ciudad asediada por el fuego y amenazada por una epidemia de danza: “No me parece del todo descabellado imaginar un fin del mundo donde la gente baile”.

Los fuegos que rodean la ciudad de Cuernavaca vuelven el aire pardo en El baile y el incendio (Anagrama, 2021). Tres amigos, un trío escaleno, se reencuentran allí después de años distanciados. Tienen alrededor de 35 años e intentan reconocerse. “Hay un lamento por una comunidad perdida”, explica Saldaña París (Ciudad de México, 37 años), “la sensación de haber pertenecido a algo y de no encontrar vínculos tan significativos como las amistades de juventud”. La cuestión de la nostalgia. “Me interesaba reflexionar sobre si es posible regresar a algún lugar”, agrega el autor.

En Escritor Fantasma sabemos que Saldaña París se instaló durante la pandemia de la covid-19 en Cuernavaca, la ciudad de su infancia, a una hora de Ciudad de México en coche. A su departamento en la capital vuelve cada vez menos. Esta tarde de febrero, desde el salón de ese piso 7, se alcanza ver Santa Fe, una zona de rascacielos al oeste de la ciudad que solo aparece cuando la contaminación no se instala espesa en el horizonte. Tiene en esta casa una biblioteca con tomos de Freud subrayados por su madre, antes por su abuela y ahora por él; las obras completas del Premio Nobel Elias Canetti; una colección editada por el mexicano Sergio Pitol que rastreó entera por librerías de viejo. En una panera metálica protege tres libros que encontró este verano en un sótano de Ginebra, y que salvó de la hoguera: tres primeras ediciones del químico Robert Boyle.